domingo, 12 de noviembre de 2017

Montaigne y Yugoslavia: QED

 Los Estados actuales

Jean Juan Palette-Cazajus

Todos aceptamos el tópico. Vivimos en la era de la eterna adolescencia, del eterno presente. No existe el futuro y todavía menos el pasado. Sujetos humanos y objetos tecnológicos, sujetos tecnológicos y objetos humanos,  tanto monta ya, interpretamos nuestro papel binario: somos novedad primero, obsolescencia después. Ya no somos seres históricos, sino actores virtuales de una serie televisiva autoinducida. En el último episodio, hace unos días, un frustrado mató a 26 personas en una iglesia americana. Ya teníamos olvidado el anterior episodio, hace poco más de un mes, en Las Vegas. Aquella vez murieron 58 personas y 500 quedaron malheridas. De modo que cabe preguntarse si alguien todavía se acuerda del estallido de Yugoslavia (Mapa 1), hace menos de veinte años, entre 1991 y 1999. Fueron cerca de 150 000 muertos y desaparecidos y más de 4 millones de desplazados. Los que nos acordamos, contemplábamos, incrédulos, el horror en los telediarios. El retorno de los campos de concentración, de la matanzas indiscriminadas, de la limpieza étnica y de los homínidos desalmados.
 En verde, los territorios otomanos

Entre los que se niegan al Alzheimer muchos persisten en considerar que aquello fue el foco donde incubó, antes de propagarse virulenta, la plaga de los neonacionalismos étnicos. Y que la plaga, tras unos pocos años de remisión, ha despertado y ha elegido hacerlo en España. Pero no hay diagnóstico  acertado cuando se equivoca la etiología de la dolencia. Durante aquellos años, los medios salmodiaron obsesivamente el mismo conjuro. Particularmente durante el despiadado sitio de Sarajevo, cuando el enfrentamiento se trasladó a Bosnia: ¿Cómo era posible tanto odio repentino en tierras donde, hace sólo unos años, reinaba la paz y la armonía entre pueblos y religiones? Todas las mitologías históricas bienintencionadas sufren la misma confusión. Servirá la metáfora cinematográfica. Si el fluir de la historia es el de una película, las afirmaciones benévolas como la evocada serán la foto fija, la instantánea que, congelada y aislada de su contexto, permite alimentar el “buenismo” histórico. La experiencia etnológica aduciría que en el trasfondo de las diferencias humanas la misma brasa es la de la paz cuando queremos creerla apagada y la de la guerra cuando la vemos nuevamente incandescente. Durante la corta historia moderna de aquella hoguera balcánica, los escasos momentos de quietud nunca pudieron ocultar la presencia constante de la frustración, del resentimiento y de una obsesiva incertidumbre con la identidad.
 Sepulcro de Franz-Joseph I en la Cripta de los Capuchinos

Captará inmediatamente la realidad histórica de los Balcanes quien se asome a un mapa de la región, anterior al Congreso de Berlín de 1878 (Mapa 2). Hablamos de hace solamente 139 años. La mancha verde de las posesiones otomanas sigue cubriendo el territorio de la mayor parte de los países que nos ocupan hoy. Recordemos brevemente. Tras su victoria aplastante sobre los turcos, en enero de 1878, los rusos les imponen una paz humillante. Las potencias occidentales, alarmadas ante el expansionismo ruso, negocian en Berlín una revisión de aquel tratado. Se trata de garantizar, frente a los rusos, la continuidad de un Imperio Otomano entonces motejado como “el hombre enfermo de Europa”. De modo que se presenció el hecho perturbador, contemplado desde el presente, de unos países occidentales concertados para anteponer a la independencia inmediata de los pequeños estados cristianos la continuidad turco/islámica en Europa.

Aparte del huésped alemán, orgulloso de exhibir sus recién estrenados músculos, las dos potencias más interesadas en los resultados del congreso de Berlín eran, directamente, el imperio austrohúngaro, indirectamente, el británico. En 1878, la “Pérfida Albión” honró su apodo, sembrando las semillas de los actuales problemas y favoreciendo al máximo la aparición de un mosaico de estados pequeños, mal avenidos y reducidos a marionetas en manos de sus patrocinadores. Se trataba de practicar aquello que Rudyard Kipling describió como el “Gran Juego” diplomático, diseñado para impedir el acceso ruso al mediterráneo y contrarrestar el imperio de los zares en el Asia central. Los actuales lodos afganos proceden directamente de aquellos polvos. Llama la atención el paralelismo estructural entre los imperios otomano y austrohúngaro. Ambos regidos por la existencia de comunidades étnicas y religiosas dotadas de cierta autonomía pero casi feudalmente sometidas al poder militar y simbólico del Sultán o del Emperador. De alguna manera las dos entidades compartían una ideología política radicalmente premoderna y despreciaban tanto la existencia del ciudadano a la francesa, el de Rousseau y de los derechos abstractos, como la del individuo germánico, el étnico-cultural promocionado por J.G. von Herder.
 Serbia debe morir

La carcoma iba royendo las vigas maestras de ambos imperios. Tras los horrores yugoslavos, algunos nostálgicos vindicaron el modelo austrohúngaro. Era el último avatar de la famosa instantánea, la que  sirve para tapar un instante el curso inexorable de la peli.  El mito le debe mucho a la inaudita duración -¡68 años!- del reinado de Franz-Joseph I (1848-1916). El viejo emperador era la viva metáfora de su imperio: pétrea estatua de sí mismo, sepultado bajo el protocolo. Ligereza, sentido estético y goce de la vida  fueron “el arte particular”, decía Stefan Zweig, con que el escritor y sus amigos silenciaban los crujidos de aquel viejo mundo. Milan Kundera evocó un “laboratorio del crepúsculo”. Nada mejor que la lectura de dos novelas de Joseph Roth (1894-1939) para entender la realidad postrera de aquel gigante con pies de barro. Empezando por “La marcha de Radetzky” (1932) y siguiendo con “La Cripta de los Capuchinos” (1938). La primera describe las dolencias mortales del imperio. El protagonista de la segunda sobrevive a su desmoronamiento pero, incapaz de asumir “la pérdida de la patria”, termina buscando refugio simbólico en aquella vienesa Cripta de los Capuchinos, donde reposa la dinastía de los Habsburgos. Zweig como Roth eran judíos y habían tenido tiempo de ir advirtiendo como el único punto común entre los nuevos nacionalismos era el antisemitismo.

El peor problema que enfrentaba la doble corona era el de las llamadas “nacionalidades”, sobre todo el caso de los “eslavos del sur”. Intentaremos lo imposible: resumir mínimamente el inextricable embrollo balcánico. Empezaremos con Bosnia y Herzegovina, la que fue y sigue siendo la cenicienta y el rompecabezas de la región. Allí la arbitrariedad y el horror alcanzaron las peores cotas entre 1992 y 1995.  El mayor problema fue desde el principio la realidad ineludible de la comunidad “bosniaca”, casi una mitad de la población, convertidos al Islam durante la larga ocupación otomana y objetos de hostilidad o recelo por parte de las otras dos principales minorías, la serbia ortodoxa y la croata católica. Atribuida su administración a Austria-Hungría por el congreso de Berlín en 1878, siguió siendo posesión otomana de iure. Tan extraña situación  se explica por el temor a anexionar una provincia con semejante potencial explosivo. La anexión se produjo solamente en 1908 ante la amenaza del gobierno de los llamados “Jóvenes turcos” y de las ambiciones serbias.
 Monumento a la Batalla de Kosovo Polje

La corrección lo desaconseja pero diremos que la Serbia ortodoxa fue la “mosca coj...era” del imperio austrohúngaro terminal.  Siempre se vio y sigue viéndose como guía y gallito de los eslavos meridionales. “Serbien muss sterbien” clamaba la prensa vienesa en 1914, “Serbia debe morir”. Apadrinada hasta 1940 por Francia, hoy como antes protegida por la hermana mayor rusa , su historia fue siempre turbulenta y combativa. Entender a los serbios supone tener presente el sueño de la “Gran Serbia” secularmente alojado en las cabezas y desempolvado por Slobodan Milosevic (1941-2006), último presidente yugoslavo y primero de la actual Serbia. Es el recuerdo siempre latente del efímero imperio medieval de Esteban Uros IV Dusan que, entre 1331 y 1355, reinó sobre un territorio casi equivalente a la futura Yugoslavia, más la mayor parte de la Grecia actual. La referencia simbólica y el trauma fundador de la identidad emocional -el equivalente del sitio borbónico de 1714 para los catalanistas-  nacieron ellos con la memoria dolorida de  la batalla de Kosovo Polje (“El Campo de los mirlos”) en 1389. Allí, los serbios fueron derrotados por los turcos y murió el mítico príncipe Lazar, posteriormente canonizado por la Iglesia Ortodoxa. Serbia empezó a sacudirse el yugo otomán a partir de 1804 y en 1816 se creó un pequeño Principado autónomo todavía bajo protectorado turco. Ampliada, consigue la independencia en el Congreso de Berlín de 1878 y se convierte en Reino de Serbia. Duplicará su superficie y población durante las dos Guerras balkánicas entre 1912 y 1913, antes de alcanzar su máxima extensión al final de la Primera Guerra Mundial con la incorporación de la provincia norteña de Voivodina.
 ¿Alemania, 1942? No, Bosnia, 1992

El extraño mapa de la muy católica Croacia dibuja una tosca uve invertida que encierra Bosnia. De las tres principales provincias históricas que constituyen el país, Eslavonia, Croacia y Dalmacia, solo la primera, la más oriental fue ocupada por los otomanos hasta 1698. Pero habrá que esperar el año 1868 para ver la aparición de un Reino de Croacia-Eslavonia. Dalmacia no completará la terna croata hasta 1918. Comparada con una Serbia tirando a “autista”, Croacia aparece algo más heteróclita y cosmopolita. La historia de Dalmacia vino ligada a la de la República de Venecia, mientras Croacia y Eslavonia absorbieron respectivamente influencias germánicas y húngaras. Eslovenia es la nación más pequeña, discreta y espabilada de todas.  Heredera de la provincia Austriaca de Carniola, su historia resultó menos azarosa que la de los vecinos y tenía uniformidad étnica. Por ello su independencia, por supuesto sangrienta, lo fue dentro de un orden ( 19 muertos eslovenos, 44, serbios). Ni los eslovenos, al norte, ni las poblaciones albanesas, al sur de la ex Yugoslavia, hablan el llamado “serbocroata”. Pero la diferencia lingüística es más radical en el caso de las segundas que no son eslavas.

¡El famoso "Serbocroata"! La palabra -¡evidentemente inventada por los serbios!- empieza a emplearse en el siglo XIX, cuando  los eslavos del sur piensan en invertir por un tiempo la famosa sentencia de Montaigne y tratan de anteponer sus semejanzas a la máxima diferencia, en este caso la dominación de Viena. Dicen los sociolingüistas que es una lengua “Abstand” o sea que los locutores de los dialectos regionales se entienden perfectamente unos a otros. En 1945, el croata Josip Broz “Tito” (1892-1980) llega al poder y el serbocroata pasa a llamarse, esperadamente, el croatoserbio. Hoy la corrección política ha alumbrado el “BCMS” (Bosniaco, Croata, Montenegrino y Serbio). ¡Mala jugada del alfabeto a los serbios! En la actualidad, los nuevos países proceden frenéticamente a devolverle la razón a Montaigne. Se acuerdan: “La semejanza une menos de lo que separa cualquier diferencia”. Es decir que están practicando la purificación étnica del idioma, persiguiendo y eliminando despiadadamente cualquier palabra, cualquier estructura procedente de los dialectos  “hermanos” o depositada por la historia, en la “lengua auténtica”, forzosamente la propia. Algo parecido hacían los lingüistas catalanes de la “Renaixença”, cuando trataban de sustituir cualquier palabra que sonara “castellana” por otra más catalana.
 El "Srbosjek", cuchillo "degollador de serbios" de los ustachis

En el Tratado de Trianon (1920), Francia “recompensa” su fiel aliada en la “Mitteleuropa” contribuyendo a crear, en beneficio de Serbia, el “Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos” que pasa a llamarse Reino de Yugoslavia después de que, en 1928, un diputado serbio asesinara en pleno parlamento a Stjepan Radić,  líder croata hoy legendario y opuesto al estado unitario. La peor pesadilla llega en 1941, cuando Yugoslavia es invadida por alemanes e italianos. El país se convierte en el patio de los horrores. En Croacia, se lucieron particularmente los famosos “Ustachis”, sicarios del dictador Ante Pavelic y de la tremebunda “Ustacha” nacionalcatólica. Frente a su sadismo y su crueldad los padrinos nazis parecían filántropos. Un ejemplo entre miles de aquel frenesí asesino fue el de Miroslav Filipovic, monje franciscano apodado “Fray Satanás”, que disfrutaba degollando serbios y bosnios a centenares.

En cambio, la original técnica de los “infoibamenti” era especialidad de los partisanos titistas. Llaman “foibe” en el noreste de Italia, unas grietas kársticas que se abren en el suelo de Istria. El litoral de esta pequeña península dálmata, atribuida en 1920 a la contigua Italia, era históricamente poblado por italianos mientras el interior era croata. Para adueñarse de Istria, los partisanos recurrieron al viejo deporte balcánico de la limpieza étnica. Entre 10 y 15 000 italianos, mussolinianos algunos, simplemente opuestos a la expulsión la mayoría, fueron despeñados, vivos o muertos, en las “foibe”. Por su parte, los “chetniks” serbios tampoco fueron unos angelitos. De modo que la pausa pacífica, entre 1945 y 1990,  sirvió sobre todo para rumiar frustraciones y rencores. Edvard Kardelj, el cerebro esloveno del titismo y el disidente montenegrino Milovan Djilas, alertaron sobre la fragilidad de la “yugoslavidad” y la persistencia nacionalista.
 Mapa étnico de las ronteras actuales

En 1991 resucitaron los peores fantasmas de la Mitteleuropa. Vimos la Alemania de Helmuth Kohl presurosa de reconocer la independencia de Croacia y la Francia de Mitterand valedora de Serbia, la vieja aliada. Admito que en su momento no entendí nada de una guerra que me pareció absolutamente loca e irracional. Solo tras asomarme a los mapas de población entendí que, al revés, reinaba la lógica férrea de la recomposición étnica. Aquí falta para el duro la pequeña República de Macedonia, independiente en 1991. En un diccionario francés del siglo XIX, se define “Macédoine” como “un país donde se enfrentan pueblos muy diferentes y de procedencia diversa”. Es lo que corrobora la macedonia de frutas. La excepcional diseminación étnica de la región se explica por sus largas vicisitudes históricas y económicas. Cada país aparecía salpicado  por núcleos, a menudo simples motas, de comunidades diversas, serbias, croatas, bosniacas, albanesas, también húngaras, valacas, roms, sin hablar de mínimas y exóticas “subminorías”.

La guerra sirvió para “limpiar” y “fijar” las poblaciones. “Dar esplendor” quedará para otro momento. Primero exterminios, luego expulsiones y concentraciones de población  unificaron la trama de los actuales países de la región confiriéndoles una cohesión étnica que no habían tenido nunca pero todavía relativa (Mapa 8). En Bosnia, ni siquiera la desatada violencia (100 000 muertos, 1800 000 desplazados) pudo acabar con el problema. Tras los acuerdos de Dayton, en 1995, la República de Bosnia quedó dividida entre la Federación de Bosnia y Hercegovina (51% del territorio, 70% de la población) y la República serbia de Bosnia (49%; 25%), ella misma partida en dos entre el norte y el sur del país. Pero hay en Hercegovina una mayoría croata y no cabe excluir su próxima voluntad de independizarse. Bosnia sigue siendo, para mal, “la pequeña Yugoslavia”.

“La semejanza une menos de lo que separa cualquier diferencia”. Los eslavos del sur se esmeraron en ratificar a Montaigne. La sumisión a los otomanos les frustró la posibilidad de la historia. O los tuvo sobresaltados en la “krajinas”, las marcas militares entre ambos imperios, con la amenaza como único porvenir. En aquella región “nosotros” y “los otros” se parecían demasiado para no suscitar voluntad de afirmación y diferenciación. Qué mejor para ello sino la hostilidad y el enfrentamiento. Nunca tuvieron la seguridad de las fronteras reconocidas ni el tiempo de alcanzar la evidencia serena de un pueblo anclado en su memoria. Se refugiaron en la querencia étnica o religiosa. Cuando, en algún momento, la vida de un pueblo gira alrededor de la propia identidad y de la hostilidad hacia el otro, quedan secuestrados el espesor de la vida y la densidad de los individuos. Llega la hora de los lobos. Los hay en toda sociedad. A veces se los conoce. En la mayoría de los casos pasan desapercibidos. Ante nosotros y a sus propios ojos. Cuando la historia descarrila y se abre la veda de la depredación del otro, descubren su vocación los lobos crípticos. En el fondo ni Yugoslavia ni aquellas masacres tenían que haber advenido nunca. Advinieron. La única lección es que lo peor será siempre posible.
Pasaron los lobos